MÚSICA – BARCELONA – CRÓNICA
Por una noche, el Parc del Fòrum de Barcelona se convirtió en una verbena urbana donde la rumba, el rap y el calor de barrio se entrelazaron sin pedir permiso. La tercera edición del festival Maleducats, impulsado por Lildami y nacido en Terrassa en 2022, logró reunir a unas 15.000 personas con una mezcla de generaciones y estilos. El cartel prometía una fiesta de altos vuelos, y aunque la música cumplió con creces, la organización dejó grietas que ni los mejores coros colectivos pudieron tapar.
El gran reclamo de esta edición era Estopa, que ofrecía su único concierto del año en Catalunya, y lo que sucedió a las 21:20 fue algo más que una actuación, ya que David y José Muñoz lo dieron todo en un repertorio que fue una montaña rusa emocional: desde el arranque eléctrico con Tu Calorro hasta los bises coreadísimos con Como Camarón, pasando por Tragicomedia, Vacaciones, La raja de tu falda, Me quedaré o Pastillas de freno. Entre cañas, bromas y homenajes, incluso a su madre —presente en primera fila—, los hermanos reivindicaron la rumba como forma de vida. Y lo hicieron desde la cercanía de siempre, esa que convierte sus conciertos en reuniones vecinales a escala masiva. “Esto no es un concierto, es nuestro bar”, proclamaron con su humor característico, entre aplausos, guiños futboleros y confesiones con sabor a vermut.
Sin embargo, antes del clímax, el festival ya había encendido motores con propuestas dispares pero enérgicas. Por sus dos escenarios de fueron turnando varios artistas. Lildami, anfitrión indiscutible, volvió a jugar en casa y lo hizo con un set breve pero cargado de flow, apelando a su discurso de conciencia y a una escena urbana catalana que él mismo ha ayudado a consolidar.
Queralt Lahoz deslumbró con su intensidad habitual, combinando flamenco y soul con fuerza y elegancia, aunque su actuación —de apenas media hora y relegada al escenario secundario— supo a poco y dejó claro que a veces el talento no encuentra el espacio que merece. También con media hora contaron los Sanguijuelas del Guadiana, que con su mezcla de rock ibérico y actitud festivalera lograron animar al público al menos un rato.
Uno de los momentos más curiosos llegó con Santa Salut, que al interpretar 333 (Clímax) no dudó en cruzar la zona vacía del Front Stage para conectar con los suyos, salvando con actitud el muro invisible que separaba a los asistentes según su entrada. Esa decisión de reservar el tramo más cercano al escenario para quienes pagaron 90 euros generó una sensación incómoda durante gran parte de la jornada. La música pedía unidad, pero las vallas dividían cuerpos y ánimos. En cambio, los andaluces Pepe y Vizio rompieron esa frialdad con una actuación vitalista, cargada de rumbatón, desparpajo y frases para el recuerdo. Con El Patio y ¡Qué bonita eres! pusieron a bailar al público.
El sonido fue impecable durante toda la noche, equilibrado, limpio, sin eclipsar ni a las voces ni a las emociones. El ambiente osciló entre la euforia y la nostalgia, y en los mejores momentos se convirtió en una velada donde da igual de dónde vengas porque acabas cantando con quien tienes al lado. Aun así, la organización dejó aspectos mejorables, especialmente en la gestión del espacio VIP, que restó alma a ciertos tramos del festival y evidenció una desconexión entre el espíritu popular del cartel y la segmentación del recinto. A los artistas emergentes se les dio poco tiempo y poca visibilidad, una pena tratándose de un festival que nació para impulsar la nueva escena.
Pero cuando Estopa encendió la mecha definitiva y miles de voces se fundieron en un grito colectivo, todo lo demás quedó en un segundo plano. Porque en noches como esta, lo que queda es el recuerdo compartido de una canción, la cerveza en alto y la certeza de que la música —cuando es auténtica— no entiende de vallas ni de etiquetas.
Gemma Ribera
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