MÚSICA – BARCELONA – CRÓNICA
Siete años después de su última aparición en Barcelona, Imagine Dragons volvió a la ciudad con la fuerza de quien sabe que ha sido esperado. El Estadi Olímpic Lluís Companys fue el escenario de una velada inolvidable, donde 55.000 personas compartieron mucho más que un concierto: compartieron una experiencia emocionalmente intensa que convirtió la noche en una especie de ritual colectivo.
La banda estadounidense apareció en escena con algo de retraso, aunque nadie pareció molestarse. El ambiente estaba tan cargado de expectación que unos minutos de espera solo sirvieron para intensificar las ganas. Cuando comenzó a sonar Fire in These Hills, el estadio enmudeció. No era un comienzo explosivo, sino uno íntimo, casi confesional. La voz de Dan Reynolds, firme y cargada de intención, marcó el tono de un espectáculo que no tenía prisa por impresionar, sino por conectar.
Durante las dos horas que duró el show, Imagine Dragons ofreció un repertorio de veinte canciones que llevó al público por todos los estados posibles: euforia, nostalgia, esperanza y, en muchos momentos, una emoción difícil de definir. Hubo lugar para éxitos como Thunder, Radioactive, Enemy o Natural, así como para momentos más reposados con temas como Next to Me o I Bet My Life. Aunque se echaron en falta algunos himnos como On Top of the World o It’s Time, la entrega del grupo hizo que esas ausencias pasaran casi desapercibidas.
Uno de los momentos más conmovedores de la noche llegó justo antes de Walking the Wire, cuando Reynolds se dirigió al público para hablar abiertamente sobre salud mental. Lo hizo sin dramatismo, pero con una sinceridad desarmante. Reconoció que sigue yendo a terapia y que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de fortaleza. Sus palabras coincidieron con la imagen de una joven en pantalla levantando una pancarta que decía: “Tu vida siempre vale la pena vivirla”. El estadio entero respondió con una ovación que duró varios minutos.
Reynolds ondeó una bandera arcoíris, recitó unos versos en español del poeta José Martí y se dirigió a los asistentes no como una estrella, sino como un igual. Esa actitud —humana, vulnerable, transparente— fue quizá lo más valioso de la noche. Porque aunque la producción fue impecable y la puesta en escena espectacular, lo que realmente quedó grabado en la memoria de los presentes fue la autenticidad del mensaje.
El cierre con Believer fue apoteósico. Un estallido de luz, sonido y emoción que pareció condensar todo lo vivido durante el concierto. Cuando terminaron, el estadio tardó en vaciarse. Muchos se quedaron un rato más, mirando al escenario vacío, como si quisieran prolongar un poco más esa sensación de comunión.
Imagine Dragons no solo ofreció un concierto técnicamente impecable; ofreció una experiencia que tocó fibras profundas. Un recordatorio de que la música también puede ser refugio, alivio y empuje para seguir adelante. Ojalá no tengan que pasar otros siete años para volver a vivir algo así en Barcelona.
Gemma Ribera
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