MÚSICA – BARCELONA – CRÓNICA
Barcelona sintió anoche el último rugido del Tour Salvaje. Ayer, 10 de octubre, Manuel Carrasco convirtió el Palau Sant Jordi en un territorio libre, indómito, donde la emoción, la música y el fuego se entrelazaron en un fin de gira tan extenso como inolvidable.
El escenario se alzaba como un portal hacia su universo: un gran arco en el centro, vegetación artificial que evocaba la naturaleza rebelde del “pueblo”, y una pasarela en forma de T que acercaba al artista a su gente. Detrás, una banda numerosa —una auténtica familia sonora— daba vida a los distintos paisajes de su repertorio. Del pop a la balada, del flamenco al rock, Carrasco navegó entre estilos sin perder su esencia más pura.
La voz, algo más rasgada de lo habitual, dejaba entrever el peso de una gira intensa, pero también la entrega de un artista que no se guarda nada. No hubo desafines, ni pausas injustificadas: solo la verdad de quien canta desde dentro. “Ya bastante está pasando fuera… si sentimos y sacamos lo que tenemos dentro, luego podemos brillar más”, dijo en uno de los momentos más reflexivos del concierto, explicando que este disco “no podría haberlo hecho antes”.
Barcelona fue también un viaje a sus orígenes. Carrasco recordó sus primeros pasos en la ciudad y alabó al público catalán por su calidez y fidelidad. “Esa energía que solo Barcelona tiene”, repitió con una sonrisa amplia, esa que combina con su mirada, su cuerpo, su salero y esa sabrosura andaluza que llena el escenario sin esfuerzo.
El repertorio fue un recorrido por sus muchas caras: el cantautor reflexivo de Siendo uno mismo, el rumbero vital de Uno x uno y el romántico incorregible en No dejes de soñar, interpretada junto a una invitada sorpresa, Rigoberta Bandini, que desató la ovación del público. La noche siguió sin descanso: un coro góspel dio cuerpo a Que nadie, antes de que Carrasco se quedara solo con la guitarra para improvisar un fandango dedicado a Barcelona.
Hubo lugar también para la nostalgia. En un guiño a sus primeros años en la ciudad, subieron al escenario Joan Tena, Pedro Javier Hermosilla y Jordi Cristau, compañeros de aquellas noches de canciones en el bar Mediterráneo de la calle Balmes. Juntos revivieron Aquellas pequeñas cosas de Serrat, y luego Carrasco, en solitario, se atrevió con Paraules d’amor, regalando uno de los momentos más emotivos de la velada.
Hubo también guiños solidarios y universales, como el potente mensaje previo a La humanidad, que sonó por primera vez en toda la gira: “Seas del color que seas, el color más importante es el de la humanidad.” El tramo final fue pura energía: Ya no, Tambores de guerra, Yo quiero vivir y Hasta por la mañana levantaron al Sant Jordi, mientras Eres, Mujer de las mil batallas y Que bonito es querer sellaban el vínculo con un público entregado.
Para el cierre, el onubense dejó la piel —y la capa— en Tan solo tú y Tengo el poder, antes de despojarse de los atuendos salvajes que marcaron la estética del show. Dejó atrás los trajes, los brillos y la escenografía exuberante para quedarse, literalmente, “de calle”. Natural, cercano, él mismo.
El concierto no fue solo el final de una gira; fue una declaración de principios. Un recordatorio de que ser uno mismo, incluso entre el ruido, sigue siendo el acto más valiente. Y Manuel Carrasco, con su Pueblo Salvaje, demostró que la autenticidad sigue siendo el mayor espectáculo posible.
Texto: Gemma Ribera
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